2006-05-30

¿Nos vemos en Copenhague?

El martes pasado, a eso de la medianoche y muy contrario a mis (malas) costumbres, estaba por desconectarme de la vida virtual para entregarme realmente a la de los sueños, cuando vi que me había llegado un mail de última hora. Era uno de mis amigos tangueros de Estocolmo que me preguntaba ¿“Nos vemos en Copenhague”?

Se refería al Festival Internacional de Tango que se llevaría a cabo de miércoles a domingo.

“Desgraciadamente no”, le respondí, ya que había llegado tarde a la venta de los 200 abonos para las cuatro milongas con orquestas y no me atrevía a correr el riesgo de sufrir una desilusión mayor aún si llegaba tarde a la venta de las escasas 50 entradas que se venderían cada noche a partir de las 21:00 horas.
Fue entonces cuando Jonas – así se llama mi amigo – prendió la llamita de la esperanza con una llamada telefónica.

“Tengo una amiga que vende su abono porque no podrá viajar por inconvenientes de último minuto, trataré de ubicarla”, dijo antes de cortar.

Alcancé a pensar: “Soy una gran suertuda” antes de comenzar la carrera contra el tiempo. Envié mails, SMS y algunos fax para preparar todo en caso de que las cosas se dieran a mi favor. A eso de las cuatro de la mañana – o sea, a la hora de siempre – y sin haber recibido respuesta alguna ya que naturalmente la gente normal está durmiendo a esa hora, me tiré rendida en mi cama y me dormí. No sin antes hacer una lista imaginaria con todos aquellos que me habían comentado que se quedarían con las ganas de participar en el festival...

Durante la mañana del miércoles me dediqué a ordenar mi casa – no se para qué si yo no iba a estar - lavé ropa, hice compras, me despedí de mi hija menor que al día siguiente partía con su padre a Nicaragua, llamé a mi madre para que no se preocupara por mi ausencia en caso de llamarme o visitarme, pero la dejé aún más preocupada ya que ella es de esas que dicen... “Donde mis ojos te vean”. Hice una serie de llamadas postergando lo que era necesario postergar y en eso estaba cuando a las 15:10 sonó el teléfono y me dieron el vamos!

Llamé al hotel más cercano al lugar de los hechos, Cab Inn que resultó ser tal cual me lo imaginé. Algo así como una cabina de plático donde nada tiene principio ni fin. Todo es de una sola pieza resbaladiza... Recuerdo que hace años atrás hospedé en uno de esos a las afueras de Orleans...
Pero esta vez no olvidé nada y partimos, mi bolso y yo.

Ya mientras preparaba esta repentina aventura me había enterado de la agradable sorpresa de que el abono que pretendía comprar no era un abono común y corriente sino que se trataba de un “paquete festival” o sea, además de las milongas, estaban incluídos 6 workshops con exelentes profesores y en este caso específico con un danés que temía quedarse sin DancePartner. “Ha bailado durante un año” me informaron y entonces la que temió fui yo. “No se puede tener suerte en todo, pensé”...

Al llegar a la estación donde tomaría el tren a Copenhague me recordó mi estómago que aún no había desayunado. Compré un chocolate y una botella de agua y con esas dos cosas en la mano subí al tren que ya anunciaba su salida... Desperté en Norreport, la estación donde debía cambiar al metro que me llevaría a la estación Forum. Bebí el agua y me deshice del chocolate en el primer papelero que encontré ya que amenazaba pintar mi mundo de color café.
Yo lo prefiero color de rosas.

Los hoteles de menor calidad – que a menudo son bastante más caros de lo justificable – exigen por lo general, pago anticipado. Presagio infalible!
Me declaré totalmente instalada después de pasar revista a la limpieza y de haber designado un lugar a mi fiel compañero del día a día – mi laptop. Me di una manito de gato y me dispuse a caminar los 200 metros que me separaban del magnífico edificio de Radio Dinamarca, donde minutos antes se había inaugurado el festival.

A mitad de camino pasé por un restaurant italiano y sin pensarlo dos veces entré y pedí el menú a un camarero que en ese momento me daba la espalda.
Nos miramos durante una eternidad y cuando esta llegó a su fin después de unos treinta segundos, la hoja de mi diario de vida mostraba “Septiembre de 1984” .
“Enrico” balbuceé al mismo tiempo que el dijo ¿“Maya”? y nos abrazamos otra eternidad. La única vez que nos habíamos abrazado largamente fue la noche en que dormimos juntos a pesar de ser perfectos desconocidos. Fue en el camarote del barco que nos traía de Helsinki a Estocolmo. El, mochilero con más ganas que recursos y yo... muy enamorada regresaba de un corto encuentro con el hombre que había conocido algunos meses antes y que – aunque no lo sabíamos entonces –
sería mi compañero de vida durante muchos años.

Me indicó una mesa junto a la ventana, se sentó frente a mi e hizo una seña a otro camarero que muy pronto apareció con un candelabro y una botella de vino. “Por la dama y el vagabundo” dijo al alzar la copa de vino...

El me contó que le tomó mucho tiempo entender que yo lo había invitado a compartir mi cama sólo para que durmiera más cómodo que tirado en el suelo de uno de los salones del barco como se disponía a hacer después de haber charlado unos minutos conmigo en la cafetería y que el abrazo aquel había sido más bien un asunto funcional. Que no se cayera de la estrecha cama...
Yo le conté que estaba recién separada y que el motivo de mi visita a Helsinki estaba por viajar a Nicaragua con nuestra hija menor.
Supe que estaba muy agradecido de mi no tan sólo por compartir mi cama con él y por haberlo invitado con desayuno aquella mañana de otoño en que arribamos en el puerto de Estocolmo sino que también porque antes de separarnos le había dado todo el dinero que llevaba conmigo – que por cierto no era mucho – para mitigar en parte sus peripecias de viajero pobre.
El había seguido viajando y como a mi el amor un día me llevó a Finlandia a él sus amores lo llevaron a Dinamarca donde finalmente se instaló con un restaurant para estar cerca de los hijos que fueron llegando y definitivamente atándolo a los 55° de latitud norte. Los últimos 5 años los hemos vivido a 35 minutos de distancia...

Dos horas más tarde y con varios urgentes mensajes de texto en mi celular nos despedimos con un “nos vemos”.

Los organizadores del festival me recibieron amablemente, se disculparon por hacerme entrega de un pase donde decía “Agneta Eriksson” y me indicaron el lugar donde me esperaba Lars, mi compañero de baile.

Nunca nos habíamos visto pero nos reconocimos al instante. El agitó su brazo en el aire a modo de saludo y yo al besarle la mejilla, constaté que era algunos centímetros más bajo que yo. Canturrié “Se te dió vuelta la taba” y el sabio de Lars, al cual doblo en edad, me dijo: “He bailado sólo un año, pero en forma muy intensiva, 6 horas diaras” mientras seguramente pensaba “te demostraré que el tamaño no es de vital importancia”. Sonreí...

Lars resultó ser bailarín profesional que además de llevar como los Dioses, le gusta dejarse llevar. Y yo, que aunque no llevo como las Diosas, pero lo hago de muy buena gana, le agradecí a mi suerte “tamaño regalito”.
¡Fue genial! En las clases trabajamos muy bien ya que coincidimos en todo lo esencial y por las noches en las milongas nos divertimos tanto probando los conocimientos recién adquiridos que de la diferencia de altura – que era aún mayor ya que no desistí de encaramarme en mis zapatos de tacón alto – ni me acordé.
Al despedirnos el domingo, lo hicimos con un ¡“Esta la repetimos”!

A mi amigo Jonas, que sólo tenía ojos para Alice, lo vi todo el tiempo. El mide un metro noventinueve.

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